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Vivir más de 35 años es un logro para una persona transgénero en este país. Sobreviven al rechazo de sus familias, de la sociedad y del Estado, que no reconoce su identidad y facilita la impunidad de los crímenes contra ellas. También, la discriminación que sufren por sentir que han nacido en un cuerpo que no es el propio.
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Antes de matarla, a Kendra Contreras la invitaron a pasar a un bar para tomarse unas cervezas. Quienes le hicieron la invitación esa noche del 2 de marzo de 2021 fueron Bernardo Pastrana, alias “El Piche”, y Jorge Mondragón, alias “Tres Patas”. Se trata de dos viejos conocidos en Somotillo, un pequeño pueblo en el occidente de Nicaragua y cercano a la frontera con Honduras.

Kendra era una mujer transgénero a quien en su pueblo conocían como “Lala”. Desde que nació el 2 de septiembre de 1998 vivió en este lugar junto a su madre y sus tres hermanos. A sus 22 años, casi todos en Somotillo sabían de su nueva identidad de género, pero no necesariamente la aceptaban. Ella soñaba con convertirse en estilista profesional, tener su propio negocio y construir su casa.

“Desde niña era alegre. Jugaba con muñecas desde los cuatro años. Yo miraba que no se sentía hombre. A los 14 años ya se ponía peluca, se maquillaba. Primero lo regañaba, pero ahí lo dejé porque lo miraba feliz con vestido, zapatos y accesorios de mujer”, recuerda Virginia Contreras, la madre de Lala.

En la mañana del 3 de marzo de 2021, Virginia se percató que su hija no había regresado a dormir la noche anterior, así que fue a buscarla en casa de sus amigas, pero no la encontró. A las 11 y media, un hombre que andaba buscando madera en las periferias del pueblo encontró un cadáver entre la maleza, avisó a la Policía y horas después la reconocieron: era el cuerpo de Kendra Contreras.

Después de haberla invitado a tomarse unas cervezas en el bar, los dos hombres discutieron con la mujer. Minutos después, ella se retiró del lugar con dirección a su casa y mientras caminaba por la calle, Mondragón la alcanzó a bordo de un caballo, lanzó una soga a su cuello y la arrastró por unos 100 metros.

Luego, el hombre se bajó del caballo y junto a Pastrana, quien corría detrás, dejó caer piedras en la cabeza de Kendra, que estaba tirada en el suelo. Pastrana le quitó la soga del cuello y la amarró en su pie derecho, antes de que los dos hombres subieran al caballo para seguir arrastrando a la mujer por 300 metros más, hasta que la soga se cortó.

 

Virginia Contreras recuerda a su hija Kendra como una persona alegre, que le encantaba bailar y lucir elegante| Imágenes ©W. López
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Finalmente, bajaron del caballo y se dieron cuenta de que Kendra estaba muerta, de manera que lanzaron su cadáver al predio montoso en donde fue encontrado la mañana siguiente.

Kendra Contreras "Lala" tenía 22 años. Su sueño era tener un negocio propio y construir su propia casa. Foto: Cortesía

De la misma manera fue hallado el cuerpo de una mujer transgénero conocida como “La Mendoza” el pasado 7 de abril en Managua, la capital de Nicaragua. Vecinos del barrio La Curva hallaron en un basurero el cadáver semiquemado. Su nombre legal era Ariel José Mendoza Espinoza y tenía 36 años.

Una fuente policial le reveló al diario La Prensa que Mendoza había sido estrangulada hasta provocarle la muerte y las quemaduras en su cuerpo habían sido por exposición al sol. Esta mujer transgénero trabajaba como vendedora ambulante en un mercado de Managua y su familia la había reportado como desaparecida ocho días antes de haber sido encontrada muerta.

De acuerdo a Ludwika Ruby Vega, expresidenta de la Asociación Nicaragüense de Transgéneras (ANIT), los casos de Contreras y Mendoza constituyen crímenes de odio en contra de mujeres trans. Ella misma es sobreviviente de un intento de crimen como estos.

Para que sus agresores dejaran de apuñalarla, Vega tuvo que fingir que estaba muerta. Esa noche del 10 de septiembre de 2019, ella estaba sola y a punto de salir de las oficinas de ANIT cuando llegaron dos desconocidos a pedirle preservativos, lo cual era común en esa oenegé.

Apenas se dio la vuelta para buscar los condones, los dos hombres la atacaron por atrás. Recibió tres puñaladas en la espalda, una en el costado y una más en el pecho. También la golpearon hasta que cayó reducida y ensangrentada al suelo. En ese momento, uno de ellos le dejó caer un adoquín en el rostro que le desencajó la mandíbula y le hizo perder tres dientes.

Ella supuso que sus atacantes no se detendrían hasta verla muerta, así que aguantó la respiración, cerró los ojos y simuló haber perdido la vida. Los hombres, antes de irse, metieron la cabeza de Vega en una bolsa plástica con detergente, y una vez que se fueron, ella —malherida pero milagrosamente viva— buscó ayuda en una de las casas vecinas.

Una de las estocadas que recibió Ludwika casi le alcanza el corazón| ©Galería News

Un Estado que violenta y desconoce a las mujeres trans

En Nicaragua, la violencia y la discriminación en contra de las mujeres transgénero también son ejercidas por el Estado y sus instituciones, que no respetan su identidad de género y les niegan derechos como el acceso a la justicia.

Ludwika Vega tiene 21 años trabajando en defensa de las mujeres trans y dice que ellas deben soportar el rechazo desde muy jóvenes en sus hogares, tienen que lidiar con las burlas en sus barrios, comunidades y escuelas. También soportan humillaciones y discriminación en las iglesias, el transporte público, en sus puestos de trabajo y hasta en las delegaciones policiales, hospitales, cárceles e instituciones del Estado, que no las reconocen ni por su nombre ni por su género.

Cuando una mujer transgénero llega a una delegación de la Policía Nacional para presentar una denuncia contra una persona que la agredió, los agentes policiales más bien la estigmatizan, la tratan como si fuera un hombre y las investigaciones no avanzan.

En el caso particular de Vega, después de haber sido atacada por los dos hombres en su oficina, ella presentó una denuncia ante la Policía. Durante seis meses estuvo yendo a una comisaría y, como nunca le dieron una respuesta, se cansó de hacer preguntas. Su caso permanece archivado y sus agresores gozan de impunidad.

La Constitución Política de Nicaragua señala en su artículo 27 que “todas las personas son iguales ante la ley y tienen derecho a igual protección. No habrá discriminación por motivo de nacimiento, nacionalidad, credo político, raza, sexo, idioma, religión, opinión, origen, posición económica o condición social”. Pero Vega considera que, en el caso de las mujeres transgénero, este artículo no es aplicado por las instituciones del Estado.

En Centroamérica, todos los países incluyen en su Constitución ese principio de igualdad ante la ley, pero en ninguno hay una norma sobre identidad de género y tampoco una antidiscriminación contra las mujeres transgénero. Pese a ello, en El Salvador, Guatemala y Costa Rica, las mujeres trans pueden cambiar legalmente su identidad; pero Honduras y Nicaragua no tienen ningún mecanismo para este fin.

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Costa Rica es uno de los países a los que mayormente migran los nicaragüenses, incluidas las mujeres trans. En julio de 2022, la activista transgénero Karelia Kaylani Hernández solicitó refugio en Costa Rica y la Dirección General de Migración y Extranjería (DGME) le reconoció su identidad de género. “¡Qué bello este momento! Como me gustaría que en mi país se aprobara una ley de identidad de género y que se reconozca el nombre a las chicas trans por el cual han optado para ser feliz”, publicó en esa ocasión Hernández en sus redes sociales, quien tuvo que salir de su país para cumplir este sueño.

Lea también: Costa Rica y Nicaragua, vecinos y antípodas para la comunidad LGBTI+

Pero la discriminación institucional en Nicaragua va más allá de la ausencia de una norma antidiscriminación o de la posibilidad de cambiarse el género en la cédula de identidad: está arraigada en la mentalidad de los funcionarios encargados de defender el derecho a la justicia de las personas transgénero violentadas.

La organización Observatorio LGBTIQ+ Nicaragua se encarga de documentar casos de agresiones en contra de personas integrantes de la diversidad sexual. En 2022 registraron 43 situaciones de discriminación y violencia; la mitad (21) fueron cometidas contra mujeres transgénero. Entre las agresiones principales se encuentran: violencia física, verbal y psicológica, violencia sexual, violencia laboral, violencia política, violencia institucional, discursos de odio y delitos de odio.

El Observatorio concluye que los datos registrados evidencian el ambiente total de impunidad que prevalece en el país y destaca que “los propios policías son frecuentemente los responsables de la vulneración de derechos por acción y omisión, lo cual constituye un patrón de comportamiento habitual en las filas de la institución”.

Otras dependencias del Estado también son parte de esta discriminación a las mujeres transgénero. Ludwika Vega dice que tiene años peleando en los hospitales para que la reconozcan por su identidad de género y se refieran a ella con su nombre de mujer. Lo único que ha logrado hasta la fecha, cuenta, es que en su expediente médico al lado de su nombre legal hayan puesto entre paréntesis “Ludwika”. Pero que la llamen por ese nombre siempre depende del médico que la atienda.

Mujeres transgénero sin trabajo y sin educación

El acceso al trabajo también es complicado para estas mujeres, ya que ninguna empresa o institución las contrata y eso las empuja a dedicarse a la prostitución para poder sobrevivir, tal y como le sucedió a Samy Sierra. Ella decidió contarle a su madre que era una mujer transgénero cuando tenía 17 años. La reunió en la sala de su casa y cuando le dijo, su mamá reaccionó muy mal: “Prefiero verte muerto antes de que seas mujer”.

Como Samy no quiso renunciar a su identidad de mujer, su madre la echó de casa, pero encontró refugio en su abuela, quien la recibió y reconoció con los brazos abiertos. Samy creció en un hogar con mucha violencia. Relata que su madre era maltratada por su padre, que tenía problemas de alcoholismo. En su adolescencia, sufrió depresión e incluso atentó contra su propia vida, pero no tuvo éxito. 

A los 12 años, Samy empezó a sentirse en un cuerpo que no le pertenecía. Sentía ganas de usar vestido, falda, maquillarse y dejarse crecer el cabello. Nada de eso sería aceptado por sus padres y fue hasta que su abuela la acogió en su casa que logró maquillarse y vestirse como quería.

Trató de conseguir un empleo para poder sobrevivir, pero nadie quiso contratarla por su identidad sexual, de manera que decidió dedicarse a la prostitución, un oficio que ahora considera parte de su vida y que a sus 45 años sigue ejerciendo, pero con menor frecuencia, cuenta. “No tenemos el apoyo de nuestros padres, nuestra familia nos rechaza, nos corren de la casa, no tenemos trabajo fijo, si alquilamos tenemos que buscar el pago y recurrimos a la prostitución porque es lo único que nos asegura comer al día siguiente. Y encima la gente nos juzga”, resume Samy el calvario de las mujeres como ella.

Cuando empezó a prostituirse, la mayoría de sus clientes eran varones entre los 40 y 50 años de edad. Ella critica que los hombres son quienes más discriminan a las mujeres transgénero, pero también son quienes contratan sus servicios sexuales. “Te buscan chavala (joven) porque te miran flaquita y llena de vida, luego vas entendiendo que la juventud pasa y los gustos cambian, porque de adulta a veces se te acercan más por compañía que por sexo. Solo quieren a alguien que les escuche sus problemas”, señala.

La mayor parte de su vida, Samy ha vivido de la prostitución. En ese mundo empezó a tomar alcohol y a consumir drogas. Fueron sus peores años. Casi todo el dinero que ganaba lo gastaba en vicio y se convirtió en alcohólica, aunque eso ya está superado, asegura. La última vez que probó un trago fue hace nueve años y se siente orgullosa de haber dejado ese mundo.

En 2020, logró terminar su secundaria con la ayuda de otras mujeres transgénero que la ayudaron a convencerse de la necesidad de retomar sus estudios. “Entramos 40 miembros de la comunidad LGTBIQ+ y solo yo me gradué”, menciona con orgullo.

Samy se siente atraída por el diseño gráfico y realiza campañas digitales para visibilizar a las mujeres transgénero. Antes de la pandemia del Covid-19 se había retirado de la prostitución y se dedicó a realizar labores domésticas, pero la crisis provocada por el virus la hizo perder su empleo y cuando se vio desamparada, no tuvo más opción que retomar el oficio sexual.

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En Nicaragua, comenta Ludwika Vega, muy pocas mujeres transgénero logran convertirse en profesionales porque las universidades y el sistema de educación tampoco reconocen su identidad. “El sistema es parejo al negarnos la oportunidad de incursionar al campo académico y laboral, y de demostrar que tenemos la misma capacidad de otros”, menciona.

Ella es licenciada en Mercadotecnia, pero no ha podido ejercer esa profesión porque en ningún lugar quisieron contratarla por su identidad. Por ello, se dedicó a la defensa de los derechos de las mujeres transgénero desde muy joven. Pero cuando en 2021 el Estado le quitó la personería jurídica a la organización que dirigía (como parte de la persecución del régimen sandinista contra las oenegés), prácticamente quedó en el desempleo. Ahora trabaja en el Centro para la Educación y la Prevención del Sida (Cepresi) como promotora comunitaria de salud, institución que trabaja en coordinación con el Ministerio de Salud (Minsa).

Ludwika vive con su madre, quien con el paso del tiempo ha empezado a aceptar su identidad de género. Ella es católica y muy devota de la virgen de Guadalupe, pero evita asistir a los templos para no tener que lidiar con los señalamientos y comentarios despectivos que le hacen otros feligreses. A las mujeres transgénero, cuenta, las señalan de irrespetar la casa de Dios porque las consideran hombres vestidos de mujer, por lo cual se les dificulta asistir a actividades religiosas y vivir su fe.

“Yo soy creyente y tengo entendido que Dios murió por nosotros y nos ama siendo pecadores; existimos porque Dios nos creó. Distinto de los seres humanos que con sus ideas fundamentalistas no respetan a la población LGTBIQ+ y, mientras nos critican, hacen actos inmorales”, se lamenta.

Su madre no comparte la misma religión y para evitar discutir sobre el tema, Ludwika se abstiene de colocar sus santos en la sala. “Mi mamá es evangélica, yo soy católica. Creo que la religión es nuestro único motivo de discusión”, señala, porque las peleas por su identidad de género ya están superadas. “Nos llevamos bien, creo que respeta que yo sea trans. Yo he tenido parejas y ella ha respetado mis decisiones porque soy una adulta y no permito que me sometan. Yo me visto de mujer delante de ella y no me hace señalamientos, solo me pide que me cuide, que haga mis cosas con formalidad, que no ande tomando y como toda buena madre, me desea el bien”, relata.

De acuerdo con el Programa Conjunto de Naciones Unidas sobre el VIH/Sida (Onusida), la expectativa de vida de la población transgénero en América Latina es de 35 años. Ludwika se considera doblemente superviviente, porque ya superó un intento de asesinato y está cerca de cumplir los 40 años de edad. 

Dice estar consciente de que en Nicaragua no existe una ley de identidad de género y que, al morir, la inversión de sus años tratando de vivir como mujer podría ser arrojada a la basura, como ha ocurrido con otras mujeres a quienes se les ha ignorado su última voluntad de lucir femeninas al momento de ser sepultadas. “Al acercarme al féretro me encuentro la gran decepción, solo veo un hombre con pantalón, camisa y corbata que ni reconozco”, lamenta.

Ludwika tiene listo un vestido blanco para usarlo el día que muera. Quiere irse de este mundo maquillada con largas extensiones en su caballera negra y espera que su madre cumpla este deseo, pero en caso de que no esté dispuesta a complacerla, dice que ha dejado la orden a sus amigas transgénero de tomarse el féretro y vestirla como mujer. Aunque su madre se niegue.

El odio a las mujeres trans en Nicaragua

Las mujeres transgénero en Nicaragua padecen discriminación desde el momento en que se reconocen como tal. Ese rechazo suele iniciarse en sus hogares y se repite en otros ámbitos de su vida cotidiana, explica la socióloga y activista feminista María Teresa Blandón. “Es muy difícil para las mujeres cis y más difícil todavía para las mujeres trans, porque la sociedad no las reconoce como mujeres. Y como no tienen un reconocimiento social, pues los sectores más conservadores se sienten con el derecho incluso de agredirlas, de negarles derechos, de renegarlas, de estigmatizarlas y de clasificarlas”, señala.

Las mujeres transgénero suelen ser acusadas de “impostoras”, “enfermas”, “perversas” e incluso son tratadas como “personas anormales”, comenta Blandón. 

Ese rechazo lo vivió Cristabella Berrios a los 19 años, cuando decidió contarle a sus padres que era una mujer transgénero. “La familia de sangre es la primera que te rechaza”, dice. Ella empezó a sentirse diferente desde que tenía cuatro años, cuando jugaba simulando ser una mariposa y se envolvía entre sábanas tratando de volar de un lado a otro. 

Cristabella proviene de una familia católica, religión bajo la cual fue criada y por lo cual creció cohibiendo su identidad de género. Una vez que empezó a trabajar y a ganar un poco de dinero, reunió el valor para decirle a sus padres que ella no se sentía hombre, sino mujer. Su padre fue el primero que la rechazó: “Esta casa se respeta”, le dijo y la obligó a dejar el hogar.

El rechazo familiar que vivió Cristabella lo viven muchas mujeres transgénero en Nicaragua, que también son discriminadas por el resto de la comunidad, explica la socióloga Blandón. “La sociedad las rechaza porque las considera personas anormales o perversas, entonces las excluye de todo. Ser mujer trans, o ser hombre trans, o incluso ser homosexual o ser lesbiana de manera explícita cuestiona lo que la mayor parte de la gente entiende lo que debería de ser el género y la sexualidad. 

La gente tiene un pensamiento simple: que solo se puede nacer hombre o mujer”, dice Blandón. Por ello, cuando una persona que no ha nacido biológicamente como mujer se reconoce como tal, es rechazada y nace el deseo de eliminarla. “Se va creando un estado de opinión adverso en el que incluso hay gente que llega a no reconocerlas como personas con derechos y se sienten con la potestad, con el poder para agredirlas y, en el peor de los casos, para eliminarlas”, agrega Blandón.

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Cristabella trabaja como promotora de salud haciendo pruebas de VIH a otras mujeres transgénero| ©Galería News
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En 2020, la organización feminista Enterezas en Movimiento publicó un informe en el cual señala que en la sociedad nicaragüense predominan una serie de “imaginarios negativos” que asocian la diversidad sexual y de género a “prácticas moralmente inaceptables”. El informe también indica que, para las mujeres transgénero nicaragüenses, el hecho de hacer visible su orientación sexual, expresión e identidad de género de forma pública se ha convertido en un “factor de riesgo” que las puede llevar a la muerte.

A finales de marzo de este año, la vicepresidenta Rosario Murillo anunció y presentó una cartilla con información sobre las personas LGBTIQ+ titulada “El derecho a elegir y el deber de respetar”, compuesta por 14 páginas instructivas. El mensaje principal dice que “no debemos obligar a un miembro de la familia a cambiar su identidad sexual o de género, porque afecta severamente su integridad como persona y su derecho como ser humano a tomar sus propias decisiones”.

Esta cartilla fue publicada días después de que ocurrieran dos crímenes contra personas de la comunidad LGBTIQ+. El primero fue el asesinato de un adolescente de 16 años que murió por una puñalada en el pecho que le provocó su padre, Juan Ramón García Martínez, en una comunidad rural de Carazo, en la zona oriental del país. El hombre asesinó a su hijo después de que el chico se declarara como homosexual. La segunda víctima fue una mujer transgénero de 23 años que fue golpeada hasta morir por su pareja, llamado Sidar Mejía. El crimen ocurrió en la ciudad de Masaya, al sur de Managua. 

 

La cartilla oficial no evitó que se siguieran dando este tipo de crímenes. El 7 de abril, después del anuncio de la vicepresidenta Murillo, en Managua fue encontrado en un basurero —como ya se contó— el cadáver de “La Mendoza”, otra mujer transgénero. Hasta el cierre de este reportaje, las autoridades no habían informado sobre las conclusiones de la investigación de este crimen y tampoco presentado a los sospechosos.

“Con una cartilla no se resuelve un problema que es tan grave. Este gobierno tiene dieciséis años de estar allí, o sea dieciséis años después sacan una cartilla… Pues resulta incluso hasta ofensivo que pretendan hacernos creer que con unas cartillas van a resolver un problema que es estructural y multicausal”, indica la socióloga Blandón. “Lo que necesitamos son políticas públicas. Necesitamos mecanismos, recursos para atender el problema de la violencia”, agrega.

Pero el caso de Kendra Contreras en 2021 fue tan atroz que el mismo día en que encontraron su cadáver en el predio montoso, efectivos policiales apresaron a Bernardo Pastrana y Jorge Mondragón, quienes confesaron el crimen y se declararon culpables. La Policía informó que ambos tenían antecedentes penales por robos con intimidación y violencia, abigeato y agresiones. En el caso de Mondragón, también pesaba sobre él un caso de homicidio frustrado.

El Estado reconoció el asesinato de Kendra como un crimen de odio y el caso representó un hecho histórico en la justicia nicaragüense, pues Mondragón y Pastrana fueron los primeros en ser condenados a cadena perpetua en el país después de que este tipo de pena entrara en vigencia el 18 de enero de 2021 con una reforma al Código Penal.





Bernando Pastrana y Jorge Mondragón fueron detenidos por la Policía y se declararon culpables por el asesinato de Kendra Contreras|© Policía Nacional

Tras esa reforma, la prisión perpetua puede ser aplicable para casos de femicidios, parricidios y asesinato agravado. El inciso 10 del artículo 140 del Código Penal indica que se aplicará este tipo de condena en caso de “que el hecho sea cometido por odio, motivado por intolerancia y discriminación, referidos a la orientación sexual, y/o identidad sexual, expresión de género, origen étnico, condición social y económica, nacionalidad, religión, ideología, color de piel, discapacidad o profesión de la víctima”.

A pesar de que estas leyes existen en Nicaragua, Ludwika Vega manifiesta que la violencia contra las mujeres transgénero y el odio en contra de las mismas serán muy difíciles de erradicar. “Lo podemos ir disminuyendo, poniendo en práctica todas estas leyes que penalizan los crímenes de odio”, menciona, y a su vez destaca que las mujeres transgénero sienten temor de denunciar a sus agresores porque la Policía las discrimina.

Por su parte, Blandón considera que el papel del Estado es prevenir la violencia contra las mujeres transgénero, pero no se está haciendo nada en función de esto. “El papel también es sancionar a los agresores y en Nicaragua hay muchísima impunidad. Pero también el Estado tiene una función para proteger a las potenciales víctimas, no que estén en riesgo. Pero tampoco hace nada”.

La cárcel, otro sitio para discriminarlas

En medio de la crisis sociopolítica que vive Nicaragua desde abril de 2018, algunas mujeres transgénero fueron objeto de persecución por oponerse al gobierno de Daniel Ortega y participar en manifestaciones opositoras. Entre 2018 y 2021 hubo al menos cinco mujeres trans que fueron presas políticas, lo que visibilizó por primera vez las condiciones en que son tratadas estas mujeres en las cárceles de hombres.

En la región, El Salvador es el único que tiene normas de alojamiento de mujeres transgénero en prisión, pero eso no quiere decir que no haya abusos en contra de estas personas en las cárceles de ese país. En febrero de 2023, la organización Comunicando y Capacitando a Mujeres Trans (Comcavitrans) denunció que 29 mujeres transgénero permanecían detenidas en cárceles de hombres. Todas ellas detenidas bajo el régimen de excepción que mantiene el presidente Nayib Bukele.

En Honduras y Guatemala, al igual que en Nicaragua, las mujeres trans son alojadas en cárceles de hombres, mientras que en Costa Rica, a pesar de que no existe una norma para el alojamiento de ellas, desde 2017 ha habido casos en que algunas sí han sido trasladadas a cárceles de mujeres para terminar su condena, sobre todo después de vivir discriminación, violaciones y tratos inhumanos en las cárceles de hombres.

En Nicaragua, una de las mujeres trans que estuvo detenida en una prisión de hombres es Celia Cruz, originaria del municipio de Moyogalpa, en la isla de Ometepe (ubicada en el gran lago de Nicaragua). Esta mujer es fanática de la homónima cantante cubana, con quien se siente identificada porque, al igual que la ya fallecida artista se opuso a Fidel Castro, ella se opone a Daniel Ortega.

Celia empezó a definir su orientación sexual a los 13 años y a los 16 comenzó a usar pelucas, tacones altos, vestidos y prendas de mujer. Desde entonces, cuenta, empezó a asumir su identidad como mujer. También aprendió a cantar y se convirtió en imitadora de la cantante cubana.

Moyogalpa es un pueblo pequeño donde casi todos sus pobladores se conocen y ella comenzó a cantar en eventos organizados por las alcaldías y empresas privadas, lo cual le fue ganando popularidad con el paso del tiempo. Esa popularidad fue la que la llevó a convertirse en una de las lideresas del lugar durante las protestas antigubernamentales que estallaron en abril de 2018. “Me convertí en la voz de las marchas de Moyogalpa”, comenta.

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Durante las manifestaciones, uno de los jefes de inteligencia policial le pidió que trabajara para las fuerzas paraestatales como informante, pero ella se negó. Desde entonces comenzó a ser hostigada y cada vez que quería tomar un ferry para salir de la isla, no la dejaban abordar.

Cerca de la media noche del 19 de abril de 2019, Celia recibió una llamada de una conocida diciéndole que la Policía había detenido a dos jóvenes en Moyogalpa porque habían ondeado la bandera de Nicaragua, como parte de la celebración del primer aniversario del estallido de las protestas. Los pobladores tenían retenido a un agente policial que se había caído de la patrulla que se llevó detenidos a los dos jóvenes, por lo cual querían proponer un intercambio y que Celia fuera la mediadora.

Ella aceptó. Fue al lugar donde estaba retenido el agente por los pobladores y habló con el comisionado policial de la zona para proponer el intercambio: los dos jóvenes por el agente policial. “Déjame pensarla. Vamos a ver por la mañana”, le respondió el comisionado.

A las seis de la mañana del 20 de abril, un contingente de policías antimotines llegó a Moyogalpa e inundaron el lugar con gases lacrimógenos, golpearon y dispararon en contra de los pobladores. También se llevaron detenidas a 10 personas, incluida Celia. Todo esto para rescatar al agente que permanecía retenido. Ella fue acusada de los delitos de secuestro extorsivo agravado y obstrucción de funciones.

Estuvo un año detenida en el sistema penitenciario La Modelo, una cárcel para hombres. No puede recordar lo que vivió en prisión sin que las lágrimas bajen por su mejilla. Dice que fue obligada a desnudarse en varias ocasiones y a hacer sentadillas. La pusieron en una celda con un reo común que trató de abusar sexualmente de ella varias veces y como se negaba a tener relaciones sexuales con él, éste la golpeaba. “Me decía que le diera gracias a Dios que no tenía una navaja”, cuenta.

En otra ocasión, a Celia la castigaron porque demandaba que la trasladaran a una cárcel de mujeres o que al menos la cambiaran a una celda en donde estuviera sola, por temor a ser violada por el otro reo. Los guardas de la prisión no accedieron a su petición y más bien le quitaron su derecho a visitas. “Fueron momentos de angustia y terror. Se ensañaron conmigo por mi orientación sexual”, asegura.

Finalmente, fue liberada el domingo 25 de abril de 2020, junto a un grupo de jóvenes de Moyogalpa que habían sido detenidos con ella.

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Al igual que Celia, la expresa política transgénero Kicha Cristelia López denunció haber sido víctima de amenazas de violación, de golpes y humillaciones. Según relató a medios de comunicación cuando salió de la prisión, la obligaban a desnudarse y a mostrar sus senos. También la ponían a hacer sentadillas sin ropa y tuvo que soportar las ofensas transfóbicas de los custodios y sus compañeros de celda durante los 10 meses que estuvo detenida tras ser declarada culpable por el delito de terrorismo. Kicha fue encarcelada en La Modelo, la prisión de hombres en la que también estuvo Celia Cruz. 

Otras tres mujeres transgénero que estuvieron detenidas por participar de las protestas en contra del gobierno de Daniel Ortega fueron Victoria Obando, Mayela Cruz y Carolina Gutiérrez. En el caso de esta última, estuvo detenida desde el 9 de julio de 2018 hasta el 20 de mayo de 2019 acusada de terrorismo. El día de su detención, en la ciudad de Diriamba, Carolina sufrió una golpiza por parte de agentes policiales que le hizo perder dos dientes. Fue llevada a la cárcel El Chipote y días después la trasladaron a La Modelo.

Según relató ella misma al ser excarcelada, en una ocasión la pusieron a hacer sentadillas y luego le dijeron que se acostara en el suelo boca abajo. Ella levantó un poco la cabeza y ahí le dieron una patada con la cual perdió un tercer diente. En otra golpiza que sufrió le desprendieron la retina de uno de sus ojos.

Su familia no pudo saber de ella por más de un mes hasta que les permitieron visitarla. Todavía no habían sanado las heridas de la golpiza que le habían dado. En esa ocasión, su madre le contó que había llegado la Policía a amenazarla a su casa. “Que agradezca ese cochón (gay) hijo de puta que no lo matamos”, le dijeron.

Carolina también relató al medio de comunicación Artículo 66 que uno de los jefes del penal se refería a las trans como “los que se creen mujer”, y decía: “Si fueran mujer no los tuviera metidos en esta galería (prisión), por eso los trato como hombres”.

Tiempo después de su excarcelación, ella fue diagnosticada con leucemia en etapa cuatro y como su familia vive en extrema pobreza, no pudieron costear el tratamiento. El 22 de abril de 2020, cuando estaba muy enferma y por petición de su madre, renunció a su identidad de mujer y aceptó ser bautizada por un pastor evangélico. Murió un día después vestida de hombre y con el nombre de Augusto Antonio Gutiérrez Mercado.