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El trabajo sexual como ruta hacia la migración desesperada

Darling, es una nicaragüense radicada actualmente en Estados Unidos. A los 23 años inició a ejercer el trabajo sexual como una alternativa económica, dado que su pareja no trabajaba debido a la adicción a las drogas. Ella era la única proveedora de su hogar y cuidadora de sus hijos e hijas.

A los 35 años tomó la decisión de emigrar. Su propósito era cambiar su vida y la de toda su familia para siempre. “Necesitaba dejar de sentirme como una delincuente”, nos dice con voz firme por medio de una entrevista telefónica. Darling consideró que el llamado “sueño americano” era la única manera de cambiar su realidad. “Quería dejar la prostitución, darles otras oportunidades a mis hijas y vivir juntas”, asevera.

Cuando se adentró al mundo del trabajo sexual en sus veintes, inició primero como dama de compañía. Luego trabajó por varios años como bailarina stripper para clubes nocturnos de Managua. Recuerda que el Good Time y el Diamond fueron dos de sus escenarios en esa época, pero cuando la crisis económica se agudizó en Nicaragua por motivos políticos, estos clubes enmascarados como centros de entretenimiento, también se vieron afectados. “El trabajo se puso malo en los night clubs, no se ganaba igual, entonces me fui para Costa Rica” recuerda. “Me prostituía y volvía cada mes al país, ganaba dinero”, relata.

El mundo del trabajo sexual es distinto según la realidad de quien lo practica, y en ocasiones va llevando de una cosa a otra, reconoce Darling. “Bebía todos los días, era necesario para mí beber guaro, es parte de este trabajo si se quiere aguantar. Yo necesitaba llevar suficiente dinero a la casa y poder enviar plata para mis hijas en Nicaragua”, relata.

No son los únicos riesgos. A los 27 años escapó de ser asesinada, fue herida en el brazo izquierdo y en uno de sus dedos. Evita referirse al respecto, pero es evidente que le afectó profundamente. Confiesa que después de esa experiencia empezó a consumir cocaína. “Yo no vivía una vida bonita ni en Nicaragua ni en Costa Rica. Estaba cansada de todo eso y sabía que si me quedaba seguiría la misma vida, sentía que ya no podía más”.

Por casi ocho años se mantuvo viajando entre Nicaragua y Costa Rica y en ambos países mantenía el trabajo sexual como su principal fuente de ingresos. Reconoce que se convirtió en una migrante sexual con todos los riesgos que esto implicaba, hasta que en 2020 llegó la pandemia de la Covid-19 y las fronteras fueron cerradas.

Costa Rica, un destino frecuente para el trabajo sexual de migrantes

Costa Rica fue el primer destino que Darling usó para ejercer el trabajo sexual con mejor remuneración. No es la primera mujer de un país en crisis que lo hace.

Nuria Ordoñez Ugalde lo sabe muy bien. Es costarricense y en su juventud también ejerció este trabajo. No fue fácil hablar con ella. Tiene varios años de hacer activismo en defensa de los derechos de las trabajadoras sexuales en su país.  

Una mañana lluviosa, en el centro de San José, capital de Costa Rica, finalmente logramos realizar la tan solicitada entrevista.

En 1997 Nuria fundó junto a otras mujeres La Sala, una organización que busca mejorar las condiciones de vida de este grupo poblacional generalmente estigmatizado.

Es una voz autorizada para hablar sobre la situación del trabajo sexual, porque conoce a profundidad todo lo que implica ejercer esta actividad. Inició como trabajadora sexual a los 22 años, en la década de los 80, cuando Costa Rica se vio afectada por la crisis económica, social y política que vivía la región centroamericana en el contexto de la guerra fría y las guerras civiles que asolaban a los países vecinos de Nicaragua, Guatemala y El Salvador.

La crisis que afectaba a la región tuvo un fuerte impacto en diferentes sectores de la sociedad, particularmente en las mujeres, sobre todo a aquellas que eran madres solteras. “Trabajaba en una fábrica y me pagaban muy poquito dinero, no me alcanzaba para pagar el cuido de mi hijo mientras trabajaba, ni para pagar el cuarto que rentaba”, relata.

Un día recibió su primera oferta. “Un señor me ofreció dinero por tener relaciones con él, yo se lo acepté y ese día llegué a mi casa con cien dólares, un dinero que yo no me ganaba ni en todo el mes trabajando de seis a seis cada día”, recuerda Nuria quien hoy tiene 60 años y es trabajadora sexual retirada.

Nuria trabajó por muchos años en salas de masaje que ofrecían servicios sexuales. Afirma que está al tanto de los cambios que ha experimentado el trabajo sexual en Costa Rica desde que ella inició a la fecha. Recuerda que cuando comenzó se le llamaba “prostitución” y no se hablaba de derechos humanos para las mujeres que lo ejercían. El país era más conservador y no era común ver a mujeres de otras nacionalidades ejerciendo este oficio en Costa Rica.

“A finales de los años noventa ya se miraban a muchas chicas de otros países ejerciendo el trabajo sexual en Costa Rica, en ese entonces ellas no decían de donde eran, pero cuando hablabas con ellas te dabas cuenta de que muchas venían de Nicaragua”, asegura. Agrega que estas fueron las primeras extranjeras en ejercer el trabajo sexual en su país, “lo hacían por falta de trabajo, veían en Costa Rica la posibilidad de hacer un dinerito rápido y bueno que les permitiera sostener a sus familias en Nicaragua”, afirma.

Jessica y el final que se repite en miles de historias

Jessica, llegó desde el occidente de Nicaragua a Costa Rica hace 20 años. Salió de León en busca de empleo y al no encontrarlo, optó por ofrecer servicios sexuales desesperada por dinero. Desde entonces se desplaza por distintos bares y centros nocturnos entre el afamado Barrio México (zona del trabajo sexual) y el centro de San José.

Habla pausado, se nota cansada y su mirada denota tristeza. Ella siempre supo que en algún momento debía retirarse, pero no esperaba hacerlo tan pronto. Una enfermedad renal la obligó a una intervención quirúrgica para extirparle un riñón. El día que nos reunimos con ella cumplía un mes de haber sido operada.

Sin seguro médico hace uso del servicio público de salud. Ella, como la mayoría de las mujeres trabajadoras sexuales migrantes, no tiene seguro social, nunca pensó en hacerse un chequeo médico y al enfermarse de gravedad ya no había nada que hacer para salvar su riñón.

La incertidumbre y la angustia tienen a Jessica deprimida. Los médicos le indicaron que debe esperar un año para volver a trabajar. Ella es madre de una niña de 12 años y un niño de tres, ambos nacieron en Costa Rica y dada su precaria situación económica actual, no puede regresar a Nicaragua. “No hay oportunidades de trabajo allá, me vine por eso y ahora la situación está peor”, lamenta.

No tiene ahorros, tampoco una fuente de ingresos estable, lo poco que tenía lo invirtió en su salud. Por ahora no hay posibilidad alguna de trabajar, hacerlo sería jugarse la vida, subsiste casi de la caridad pública y de la solidaridad de compañeras trabajadoras sexuales que han cuidado de ella en el hospital y la apoyan con alimentos. Confiesa que nunca pensó que esto podía ocurrir y teme por el futuro de sus hijos.

Aunque Jessica es residente en Costa Rica, eso no le representa ningún beneficio. “Yo estoy legal aquí, son muchos años, pero conozco a otras mujeres que no tiene documentos, les toca duro cuando la policía se las lleva luego de las redadas que hacen en los bares y centros turísticos”.

La informalidad migratoria, es otro de los motivos que hace difícil el establecer cuántas mujeres extranjeras ejercen el trabajo sexual en Costa Rica.

Lo que si es cierto es que la migración por motivos políticos iniciada a raíz de las protestas en Nicaragua empeoró la situación.

El presidente de ese país, Rodrigo Cháves, calcula que hay un millón de migrantes en Costa Rica y reconoce que esto ha colapsado todos los servicios.

“El tema es que a esos migrantes les damos educación, salud, seguridad social y pública. Esto nos está costando entre $200 millones y $300 millones”, indicó el mandatario luego de reconocer que se verían obligados a endurecer las políticas migratorias y restringir los servicios para los indocumentados. Eso sin duda, afectará mucho más a las trabajadoras sexuales, que han sido por décadas las últimas en el escalafón de prioridades de las políticas de Estado.

Más países en crisis, más trabajadoras sexuales migrantes

“Todo lo que respira paga”, asegura Jacquie, una trabajadora sexual retirada que por años laboró en la zona roja de San José. Ella considera que es un trabajo que “no es ni bonito ni feo”, pero que le genera dinero y asegura que, si este es bien administrado, “te puede dar una casita o prepararte para tu retiro si corrés con suerte”.

Dice conocer casos de mujeres migrantes, a las que en ocasiones se les ve en las aceras deprimidas por la falta de dinero, pero luchando por adaptarse a esta vida, para poder llevar el pan a la mesa de sus hijos. “Porque la mayoría de las mujeres que se prostituyen lo hacen porque son el único sostén de sus familias”, asegura. Fue esa su historia, dice, y la de muchas otras mujeres que conoció en este trabajo.

De acuerdo con Jacquie cada vez se escucha con más frecuencia sobre la presencia de mujeres provenientes de Colombia, Cuba y República Dominicana que ejercen el trabajo sexual en Costa Rica, pero con mayor énfasis de venezolanas. “Llegaron más con la pandemia de la Covid-19 cuando intentaban cruzar Centroamérica rumbo a Estados Unidos, y al quedarse atrapadas por el cierre de fronteras se instalaron en Costa Rica y empezaron a prostituirse para mantenerse, enviar dinero a su país y ahorrar para continuar su viaje”. Para ella las venezolanas y nicaragüenses integran la mayoría de las trabajadoras sexuales migrantes en ese país.

Para Nuria, lo que pasa con las mujeres nicaragüenses y venezolanas se debe a la situación socio política que enfrentan ambos países, “están sufriendo mucho, no hay plata, en Nicaragua y Venezuela pasan cosas muy feas”, afirma.

“Cuando los gobiernos son malos las mujeres tiene que buscar que hacer para sacar adelante a su familia, no es solo irte, no salís y hay trabajo formal o bien pagado, la mujer sólo sabe que hay que trabajar y en Costa Rica ahora hay oportunidad y poca discriminación al trabajo sexual”, lamenta.

El marketing turístico que oculta el trabajo sexual

En noviembre de 2021, Costa Rica fue galardonada como el tercer país más deseado por los viajeros internacionales en los premios Wanderlust Travel Awards del Reino Unido, obteniendo bronce en la categoría: “Most Desirable Country (Long Haul) 2021”, un premio que la ubicó al nivel de países como Australia y Japón.

Adicionalmente, escaló en la lista Best in Travel” (“Lo Mejor en Viajes”), de la revista Lonely Planet, en donde aparece ubicado en el lugar número seis como mejor destino turístico mundial.

Estos reconocimientos que le han permitido recibir más de un millón de turistas durante el primer semestre de 2023, son una oportunidad de ingreso monetario que le permitirá recibir al país más de cuatro mil millones de dólares al cierre del 2023, superando los 3,980 que generó este sector en el año 2019 previo a la pandemia, según datos del Instituto Costarricense de Turismo (ICT).

Una realidad de desarrollo económico que hace crecer la infraestructura del país, lo convierte en un receptor de mano de obra extranjera, pero también en receptor de mujeres dedicadas al trabajo sexual, aunque poco se hable al respecto desde fuentes oficiales, afirma Nuria “porque saben que existimos y el por qué, pero se niegan a vernos”.

En Costa Rica, el trabajo sexual es legal, aunque muchas de las actividades que lo rodean son ilegales, ya que la ley prohíbe promover o facilitar la prostitución ajena, por lo que el proxenetismo, los burdeles o las redes de prostitución son ilegales.

En Costa Rica existe un mayor control de esta actividad, lo que permite que el trabajo sexual se practique abiertamente en todo el país, particularmente en destinos turísticos populares, por lo que se ha convertido en una importante fuente de ingreso para trabajadoras sexuales.

No hay datos fidedignos sobre la cantidad de mujeres que se dedican al trabajo sexual. Datos extraoficiales estiman que hay unas 15.000 trabajadoras sexuales en Costa Rica, la mayoría procedentes de Nicaragua, Venezuela, Colombia y República Dominicana.

Jacquie concuerda con Nuria al señalar que, por ejemplo, las mujeres nicaragüenses dedicadas al trabajo sexual aumentan año con año.

“Están en las calles, en los bares, en las casas de masaje, buscando clientes en hoteles, playas y centros turísticos al igual que cualquier mujer costarricense que también se dedique a este trabajo que crece entre otras cosas gracias al turismo”, asegura.

El hecho de que nunca, ninguna institución pública se haya tomado la tarea de contabilizarlas y visibilizarlas es para Nuria una muestra del nivel de indiferencia estatal que hay para ellas. “Es complejo saberlo, este trabajo es legal pero no público, hay mujeres que lo hacen abiertamente y que no se esconden, yo fui una de ellas, pero están las otras, las que lo hacen a escondidas como las universitarias, las migrantes, las amas de casa, las profesionales, las que viajan o vienen de otros países según las temporadas del turismo (…) eso no se mide no hay forma”, advierte.

Nuria relata que, a diferencia de Nicaragua, Costa Rica, es un escenario distinto para nuestro equipo de trabajo, “las calles de San José pueden ser peligrosas en horas de la noche y sobre todo en los centros rojos del trabajo sexual”, advierte.

Un camino peligroso hacia al fin del trabajo sexual

Para Darling, la mujer cuya historia inició este reportaje, todas las dificultades y peligros que implican este trabajo la hizo tomar la decisión de poner fin al trabajo sexual. En 2021, tomó sus maletas y asumió el riesgo viajar a Guatemala, para desde ahí, intentar llegar a Estados Unidos. En Guatemala estuvo varios meses trabajando como prostituta hasta que reunió el dinero para irse a México. Continuó su travesía en solitario, prostituyéndose y sin ningún apoyo, “venía insegura porque una finalmente no conoce con quien se topa, no traía guía, venía sola, solita” rememora.

Desde Chiapas se transportó a Juárez gracias a la documentación de residencia que le proporcionó la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (COMAR). Era el inicio de una nueva vida para Darling. “Me integré a una iglesia y durante ese tiempo no volví a trabajar en lo mismo que trabajaba antes”, nos dice.

Tardó un año en llegar a Estados Unidos. Al cruzar la frontera estuvo tres meses detenida. “Me esposaron de la cintura, de los pies y de las manos”, explica. A raíz del encierro sufrió una descompensación relacionada a síntomas coronarios y fue trasladada a un hospital. Posteriormente fue puesta en libertad y recuerda que al salir de migración le colocaron un grillete en el tobillo.

“Me quitaron todos mis papeles y si no hubiera tenido un pasaporte extra en Nicaragua, el mismo con el que viajaba a Costa Rica, no me hubieran quitado nunca ese rastreador electrónico”, asegura. Fue hasta que presentó el pasaporte que le retiraron el dispositivo del tobillo. “Estuve un año con el grillete, el pie me quedó inflamado por días”, recuerda.

En Estados Unidos encontró otras opciones laborales que la alejaron del trabajo sexual. Actualmente trabaja en la construcción y ha logrado llevarse a varios miembros de su familia, a través de contactos que conoció durante su travesía, entre estos; algunos Coyotes (traficantes de personas), que tenían una ruta de Managua a Guatemala y de ahí a Estados Unidos. Fue una ruta dura, un camino sinuoso y ahora trata de reconstruir su vida en una nueva realidad, que no deja de ser desafiante; la realidad del migrante.